El general y las Madres

Por Ulises Gorini

"Pero, qué barbaridad, señora, no me diga que todavía no sabe nada de su hija", exclamó el general Albano Harguindeguy, a la sazón ministro del Interior de Videla. Le hablaba a Beatriz Ketty de Neuhaus, una de las tres madres de Plaza de Mayo que habían entrado a su despacho en la Casa Rosada para pedir por sus hijos desaparecidos. La acompañaban Azucena Villaflor de Devincenti y María del Rosario Cerrutti. Hebe, Nora, Juanita, María Adela y otras más esperaban afuera.
Ellas, en realidad, habían pedido una entrevista con el dictador, pero el dictador había declarado que "los desaparecidos, por definición, no están ni vivos, ni muertos, es decir, no existen, son una entelequia". Y no las quiso recibir.
Su ministro, en cambio, sí las recibió. Fue en junio de 1977. Todavía, las Madres eran un pequeño y casi desconocido grupo de mujeres que buscaban a sus seres queridos y hacía unos pocos meses que habían empezado a reunirse todos los jueves en la plaza a las tres y media de la tarde.
El solo hecho de que el general recordara el caso de la hija de Ketty les despertó alguna esperanza. El marido de Ketty era militar y alguna vez le habían hecho conocer el caso de la chica. El general las hizo sentar y ellas aceptaron. ¿Sería posible que esta vez la mentira y el cinismo no fueran la respuesta? ¿Tal vez el general las ayudara en algo? En vez de cerrarles la puerta y tratarlas con desprecio, ¿un gesto humanitario?
La exclamación con la que Harguindeguy las había recibido parecía revelar sorpresa y preocupación. "No sabe cuántos casos hay como el suyo, incluso de hijos y parientes de camaradas de armas que vienen a pedirme ayuda, pero ¿qué puedo hacer yo?", preguntó al tiempo que abría sus brazos en señal de impotencia.
–Usted puede ayudarnos –terció cortante Azucena.
–No sé, no sé qué puedo hacer.
La tenue esperanza empezó a desvanecerse.¿De nuevo la coartada de que ellos no eran y que no sabían nada?
–Usted es el ministro del Interior –insistió Azucena–. Debe saber. O puede averiguar.
El general esquivó la mirada de Azucena y volvió a dirigirse a Ketty.
–¿No le preguntó a los amigos de su hija? Quizás ella esté en el exterior o escondida en algún lugar. Hay muchos chicos que lograron escapar y están viviendo en México, o en Europa. Hace poco me preguntaron por un muchacho y después nos enteramos que estaba en México. Y hay otros casos, casos de algunos chicos que pasaron a la clandestinidad, y después también hay algunos que fueron asesinados por sus propios compañeros porque querían salirse de la organización y no los dejaron.
Le entrevista termino ahí, abruptamente. Azucena se puso de pie y empezó a insultarlo a los gritos. Le dijo que no mintiera más, que ellos eran los responsables. El general cambió la expresión cínica por otra de desprecio y amenaza. Algún empleado del ministerio entró para ver qué estaba pasado. Pero las Madres ya se disponían a salir. La esperanza no estaba allí. Las Madres salieron tomadas del brazo, temblaban de indignación. Afuera, las demás esperaban la noticia. Algo que quizás ya imaginaban, intuían.
"Ahí nació nuestro empecinamiento", dijo María del Rosario Cerrutti al recordar ese hecho muchos años después. "Ahí dijimos ‘de aquí no nos vamos más hasta que nos den una respuesta, de esta plaza no nos van a mover hasta que nos digan la verdad’". La esperanza estaba en la Plaza. Y allí se quedarían. Y se quedaron. Y allí siguen las Madres hoy.
Y Harguindeguy está preso.

Fuente: Acciondigital.com.ar, 15 de julio de 2004.