La tortura y la alegría obscena
08 May 2004

Justo Serna

A los muertos vistos en una guerra que se quiso corta y expeditiva, relámpago, deberemos sumar ahora a sus vecinos: los torturados a los que obscenamente no sólo se les inflige daño o suplicio, sino también la ignominia de su imagen avasallada con representaciones y dramatizaciones del dolor y de la humillación. Hay actores que ejecutan su infame papel (¡mujeres!) ante lo que suponemos que será un vasto público fuera de campo pero al que adivinamos numeroso, entregado, riendo a mandíbula batiente, con esa furia ruidosa le que da a uno la irresponsabilidad colectiva. Parafraseando y analizando las palabras de Virginia Woolf (1938) decía Susan Sontag ‘Ante el dolor de los demás’: "Los hombres emprenden la guerra. A los hombres (la mayoría) les gusta la guerra, pues para ellos hay ‘en la lucha alguna gloria, una necesidad, una satisfacción’ que las mujeres (la mayoría) no siente ni disfruta. ¿Qué sabe una mujer instruida –leáse privilegiada, acomodada—de la guerra?" ¿Gloria, necesidad, satisfacción por las que sentir o disfrutar? Vistas hoy las imágenes de mujeres torturadoras que se empeñan en representar bien su papel ante la cámara, transcurridos muchos años desde Virginia Woolf, ¿cuál es la pregunta y cuál es la respuesta?


Hace un año me atrevía a pronosticar cómo acabaría el conflicto. "Sea cual sea el resultado bélico", decía en un artículo, "me aventuro a decirles que esta guerra acabará ganándola la televisión". Reparemos en el conflicto del Golfo: en aquella guerra casi no pudimos ver la muerte en directo: los corresponsales estaban aquejados, como Fabrizio del Dongo en Waterloo, del desconcierto, de la ignorancia, y sólo transmitían comentarios atribulados sobre lo que ellos mismos no veían. Salvo el bombardeo de un refugio, inmediatamente asumido como error o daño colateral, nada más pudo contemplarse. El resto fue un repertorio de imágenes filmadas con visión nocturna y sin encarnadura real. Las emisiones estaban filtradas militarmente y sólo una cadena norteamericana las difundió a todo el mundo. Fue entonces cuando recordamos que desde Vietnam no se filman las guerras. Y eso mismo fue lo que llevó a Jean Baudrillard a sostener en ‘La guerra del Golfo no ha tenido lugar’ la tesis interesante e insidiosa de la hiperrealidad. "En este foro que es la guerra del Golfo, todo se oculta", anotaba, "sólo funciona la tele, como un medio sin mensaje, mostrando por fin la imagen de la televisión pura".

En la guerra de Irak, por el contrario, gracias a Internet, a la CNN, a Al Jazeera y a otros medios, ese precepto se incumplió y vimos y seguiremos viendo muertos, muchos heridos y odiosos casos de tortura. ¿Cuánto tiempo podrá tolerarse la visión de los cuerpos cuarteados, humillados?, me decía entonces, hace un año. Es posible, añadía, que trate de imponerse una censura universal, incluso por piedad y horror. ¿No fue Eliot quien sostuvo que el ser humano no soporta mucha realidad? Pero ese ingenio que es la televisión necesita imágenes continuas, esas que con delectación y vértigo tecnológico emiten algunas cadenas, y si los efectos de la guerra duran demasiado tiempo (siempre duran demasiado tiempo), entonces el dramatismo de la muerte acabará por hacer insoportable y obscena esa visión. Por eso, a pesar de las primeras protestas de Rumsfeld por las emisiones iraquíes, protestas con ruido y aspavientos, siguieron apareciendo, incluso después del cese de los ataques, aunque sólo sea por la carrera noticiera e infernal a que se enfrentan los medios. Es difícil para los guerreros, para los muchachos en combate, mantener la moral bien alta y es difícil para un compatriota darle su apoyo si hay un pase televisivo de sangre y miembros amputados. Es difícil para la retaguardia civil aceptar la cordura de nuestros muchachos si, de repente, la pequeña pantalla se ve inundada de torturadores muertos de risa y de supliciados sometidos a contorsiones humillantes.

Hay un libro de Robert Darnton, titulado ‘La gran matanza de gatos’. Es un libro de microhistoria y se describen objetos menores, hechos aparentemente insignificantes que, bien analizados, cobran significado. Con esos hechos supuestamente irrelevantes se descubre lo que nos distancia a nosotros de nuestros antepasados, los individuos del Setecientos, por ejemplo. El ejemplo mayor del libro se dedica a un matanza de gatos ocurrida en el París del siglo XVIII. Cometida por unos artesanos en la calle Saint-Séverin es un suceso extraño, pero más raras son si cabe la actitud jocunda que adoptaron aquellos trabajadores cuando, según añade Darnton, recordaban su acto y las risas que les provocaba rememorarlo. Para un observador del siglo XX, viene a decirnos Darnton, este acontecimiento menor y sangriento no tiene nada de gracioso y tanto la muerte de aquellos animales como las bromas que se hicieron a su costa resultan hoy repulsivas. Este rechazo, esta repugnancia y esta incapacidad nuestra para comprender el hecho y su evocación son –añade el historiador norteamericano—el punto de partida que nos permite franquear el abismo cultural que nos separa de aquellos antepasados. Tomen este ejemplo que les propongo como una analogía simplemente operativa: no pretendo comparar la violencia cometida por unos artesanos contra unos gatos con la que unas oficiales infligen a unos varones humillados.

Ojalá que las imágenes insoportables del horror jocundo a que se entregan las torturadoras norteamericanas repugnen de verdad y nos incapaciten para comprenderlas. Habremos sido testigos de ese fenómeno que Furio Colombo llamó en uno de sus libros "rabia televisiva". Las imágenes de la violencia, de la tortura, de la muerte provocan una serie de reacciones imprevistas que no tienen por qué coincidir con las intenciones de los emisores, esos retratistas a los que suponemos cagándose de risa, como los marines retratados. Otra vez, el horror, el horror.

Fuente: e-valencia.org, 8 de mayo de 2004.