El golpe del 76 y lo inevitable
Por Oscar Raúl Cardoso

¿Hay algo para festejar, o recordar con algo de contento, el 24 de marzo del 2001? Cualquier argentino con razonables atributos de sensibilidad daría una respuesta negativa a esta pregunta que remite obviamente al inicio, en 1976, de la dictadura militar que asoló al país durante algo más de siete años y cuyos ecos pueden sentirse aún con claridad -muchas veces dolorosas- en la vida de la sociedad.

Y, sin embargo, en esto como en todo la interpretación de la historia resiste las respuestas taxativas únicas y depende de la perspectiva.

El día no jalona sólo los 25 años del comienzo de aquella experiencia, marcan también el primer cuarto de siglo de su historia moderna en el que América Latina se ha visto libre de uno de los flagelos que le eran característicos: el reemplazo compulsivo de un líder civil con legitimidad electoral por un dictador uniformado.

El dato es tan sencillo que puede pasar desapercibido, pero el helicóptero que se llevó a prisión a María Estela Martínez de Perón en la madrugada del 24 de marzo de 1976 y la ocupación ilegítima de la Casa Rosada que hicieron, en las mismas horas, Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Ramón Agosti, fue la última oportunidad en la que un militar desplazó a un civil del poder por la fuerza.

Desde entonces todo otro intento de similares características -y no han faltado en la región, incluso en la Argentina- solo conoció el fracaso.

¿Cuánto se aprendió?

En verdad, este antecedente -el del último golpe militar exitoso que, de algún modo, marca el comienzo de la más reciente etapa de redemocratización latinoamericana- no es el único que puede reclamar aquella forma de poder militar.

En su haber figura también el último, y quizás más acabado entre todos los de época, ensayo de genocidio y la última de las guerras regionales del período de medio siglo conocido como la Guerra Fría, la de Malvinas.

¿Es posible, entonces, afirmar que algunas dramáticas lecciones que los argentinos debimos aprender en carne viva sirvieron en la experiencia colectiva de América Latina?

La respuesta es claramente afirmativa y entonces resulta, al menos, módicamente reconfortante pensar que muertes, padecimientos, exclusión social, opresión y todos los otros sinónimos con que puede aludirse al así llamado Proceso de Reorganización Nacional no sucedieron enteramente en vano.

El cientista político argentino Guillermo O´Donnell -quien desde hace tiempo participa de un proyecto de investigación sobre los niveles de adhesión popular al sistema democrático de alcance mundial- asegura que en América Latina la gente todavía cree que los valores democráticos son "realmente centrales a sus intereses", aun cuando el desencanto con sus muchas limitaciones también resulte evidente.

Sin embargo, es evidente también que en el caso específico de la Argentina, su experiencia -especialmente la que desarrolló a partir del regreso democrático de 1983- parece dejarla atrapada entre dos definiciones contradictorias de la historia.

La primera corresponde a George Santayana, el filósofo naturalista hispano-norteamericano, que escribió alguna vez que "los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla".

La segunda es una de las tantas ironías producto del enorme ingenio del inglés Bernard Shaw que aseguró que "Hegel tenía razón cuando afirmó que lo que aprendemos de la historia es que el hombre nunca aprende nada de la historia".

En algún punto entre ambas sentencias -un punto que se aleje de la mordacidad de Shaw y se acerque a la lección de Santayana- se cifra la calidad de la historia futura que puedan escribir los argentinos.

Y está claro que, contra la visión de la vida colectiva apenas como un presente continuo que parece estar de moda hoy, la conciencia de lo que fueron aquellos años es de importancia vital.

El interrogante central

Esa conciencia tiene una primera pregunta, hoy más acuciante si se tienen en cuenta los desarrollos que siguen en marcha después de un cuarto de siglo: un pasado de Terrorismo de Estado aun no resuelto y con los instrumentos legales que la sociedad se dio para superarlo en crisis (como lo prueban los fallos recientes sobre la Obediencia Debida y el Punto Final, la incapacidad de la sociedad para digerir el indulto menemista, etcétera), las dudas generalizadas sobre la calidad de la democracia que pudo construirse sobre la herencia militar y una debilidad estructural de la Argentina en el contexto internacional (como lo demuestra hoy su economía) que ciertamente se inició durante el poder militar.

La pregunta es ¿fue inevitable aquel golpe de marzo del 76? Cualquier historiador de módicas habilidades es capaz de ordenar los datos de un período para narrarlo como inevitable, capacidad que algunas veces se asemeja al fraude intelectual.

Esto es, en más de una dimensión, lo que ha sucedido con la conciencia colectiva de los argentinos: la solidificación de la noción de que la intervención militar de hace 25 años en los asuntos de la nación fue la consecuencia imposible de evitar de sus condiciones de entonces, incluyendo ciertamente un estado de confrontación violenta de facciones que se pareció por momentos a un estado de preguerra civil.

De todos los interrogantes posibles sobre este pasado, el que indaga ¿por qué los argentinos fuimos incapaces, o no quisimos, evitar aquella aventura militar? ha sido uno de los menos planteado y ciertamente no fue nunca respondido.

Quizá el cuarto de siglo transcurrido desde el comienzo de aquella larga noche de autocracia permita formularlo ahora con mejor expectativa de respuesta y quizás también permita hacer algo más con el pasado que recordarlo con ira y con dolor.

* Oscar Cardoso es periodista político y columnista de Terra

Fuente: www3.terra.com.ar